Presumo
que todo el mundo está interesado en la complejidad de las relaciones;
inclusive quienes deciden, por comodidad o convencimiento, convertirse en
solitarios, también a ellos les interesa el tema relacional, quizás para saber
cómo manejarse en ella y con ella. Y todo esto, también lo presumo, viene dado
por la paradoja de encontrarnos insertos en un mundo superpoblado, donde cada
día nace más gente, y a la vez, más personas se sienten desoladas.
Dentro
de este panorama, me he empeñado en subrayar que, por lo menos hoy en día, una
relación es determinada por el trabajo diario que en ella se realice; y no se
trata de un mero hábito de simple voluntad o de tarea afanosa, sino de ese
“estar en la relación” que tan pocas veces ejercitamos, en un mundo donde
estamos en todo menos en nosotros, que sabemos de todo menos de lo que tenemos
cerca, que nos detenemos en colores, ruidos y promesas, y nunca en eso amado
que tiene, o espero tenga, un eco en nosotros.
Creo que
el fracaso de la educación en este lado del planeta, se nos presenta en una
absorción desmedida de información acerca de cualquier cosa que ni siquiera nos
es familiar, contrastado con una ignorancia acerca de lo que somos, de lo que
sentimos y de aquello que se nos convierte en sagrado. Así, sabemos hablar
idiomas, pero no sabemos como plantear un conflicto, somos magníficos en opinar
y nos perdemos cuando estamos dañando a alguien o a algo importante. Nos hemos
convertidos en seductores aficionados, pero cuando nos dicen: -”Adiós, no, te
dejé de querer, ya no pasa nada entre nosotros”, nos quedamos guindados como si
dentro de nosotros no tuviéramos referencia alguna.
Una
relación es el espacio en el que crecemos emocionalmente. Necesita cuidados, y
ya ni siquiera hacia el otro, sino a nosotros mismos, en ese espejo atraído y escogido
que llamamos “otro(a)”.
En una
oportunidad, con una paciente que se negaba a entender esto del trabajo
relacional, porque para ella era más sencillo ver la relación como algo
espontáneo, fluido, donde las cosas se dan o no, y punto. Ya ella iba por su
octavo fracaso amoroso (cuatro parejas, su hija mayor, su madre, una socia y su
mejor amiga de infancia) y quizás, todas tenían la misma raíz en ella, pero se
negaba a meterse en materia. En una sesión logró agotar mi paciencia, y algo,
creo que lúcido, o por lo menos claro, se encendió en mí, y le dije de forma,
por demás, apasionada:
-”El
trabajo emocional no es otra cosa que tener consciencia de que el otro siempre
nos refleja; por lo tanto, el problema siempre es de ambos, aunque sea el otro
quien lo actúe. Luego, esta labor nos exige ser centrípetos y no centrífugos,
es decir que sólo me voy de una relación cuando mi integridad corra peligro, de
lo contrario, me toca luchar dentro de ella. En conflictos y crisis, es mi
responsabilidad tener misericordia que implica llevar al corazón las miserias,
y eso es imposible, si primero no conocemos y cargamos con nuestras propias
miserias. Además, cuando estoy en la relación es consciente y amoroso
preguntarse siempre cómo me siento con esto y cómo siento al otro(a), eso va
generando una temperatura que permite llevar el temple y no sorprendernos ante
los monstruos emergentes. La tarea de no asumir sino preguntar, nos acerca y
genera respeto. El hablar con, y no de la persona, permite que el otro
reaccione. El saber que al decidir amar a alguien, de cualquier modo, es estar
ahí al mayor porcentaje posible. Y cuando nos toque irnos, que el corazón sepa,
con convicción plena que hicimos todo lo que podíamos para encontrar nuestro
espacio y realmente, por el momento, no se pudo”.
Por esto
y más, cuando quieras saber la disposición amorosa de alguien, su capacidad de
amar y sentirse amada(o), deja que te hable de sus anteriores parejas y/o de
sus amores, ahí estará hablando de sí mismo(a) y de sus verdaderas posibilidades.
Hasta la próxima sonrisa:
Carlos Fraga